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¿QUE LE VIO EISTEIN?

Primo Rojas   18 de junio de 2021

Para sus compañeros de curso del Instituto Politécnico de Zúrich, siempre fue un misterio la razón por la cual un joven tan apuesto, culto y divertido como Einstein, se hubiera enamorado de Mileva Maríc, compañera de curso y única mujer en el mismo, a quien sus condiscípulos, exceptuando a Albert, trataban con indiferencia, superioridad compasiva o el más misógino y no disimulado desprecio.

Había razones para la perplejidad de sus compañeros ante el enamoramiento del bello y genial alumno estrella (el joven Einstein era bello y genial y le gustaba ser el centro de atención) por la opaca y desabrida Mileva. Y las razones, en apariencia, eran fáciles de entender: Mileva era tres años mayor que él, había sido afectada cuando niña por una dislocación de la cadera que la obligaba a cojear, su rostro eslavo era mustio e inexpresivo y era propensa a sufrir depresiones y brotes de tuberculosis. Su mejor amigo le decía a Einstein: “Yo jamás tendría el valor de casarme con una mujer que no estuviera completamente sana”. Más explicita, una amiga de ella había dicho: “Sí es muy inteligente, muy seria y muy menuda, muy delicada y morena, pero es fea”.

Era, además, hija de un campesino serbio y ella misma serbia, en una época y un contexto que consideraban a los campesinos como simples semovientes con una defectuosa habilidad para hablar, y los clasificaba en la misma categoría junto a los gitanos, a quienes consideraba simples ladrones trashumantes enloquecidos por el violín.

Si lo anterior era malo, se sumó otro factor y muy adverso para Mileva: la madre de Einstein. Una señora arribista y quisquillosa, que intuía la excepcionalidad de su hijo y las oportunidades doradas que dicha excepcionalidad le traería, una de ellas, por supuesto, la de tener una esposa perteneciente a la más encumbrada clase social, quien, necesariamente, debía primero ser su novia.

De manera tal que cuando Einstein, ingenuamente le mostró la fotografía donde Mileva aparecía con delantal y botas de trabajo junto a su padre, y su padre junto a una vaca de enormes ubres y varios baldes de leche, la madre la detestó. Pero fue odio puro lo que sintió al conocerla personalmente un mes después, en un elegante salón de té de Zúrich, donde su hijo arregló un encuentro con la esperanza de que su madre al conocerla cambiara de parecer y que, como era de esperarse, fue un desastre desde el principio; pues Mileva, cuyos ojos comenzaba a bizquear siempre que estaba nerviosa, y esa tarde lo estaba mucho, carecía del más mínimo encanto en el trato personal, ya que era enfermizamente tímida y aparte de las acusaciones y teoremas de la física, no sabía resolver nada, y mucho menos una conversación incómoda con una suegra estirada y predispuesta en contra suya, que la miraba con la fijeza de un entomólogo que observa un insecto y que, en los primeros segundos del encuentro descubrió que la novia de su hijo, además de bizca y muda, no se sabía vestir. La verdad es que si era un misterio entender por qué Einstein se había enamorado de esa extraña muchachita.

¿Inteligentísima? Sí, se acepta. Pero era antipática, tuberculosa, depresiva, mal vestida, de mala familia, bizca, muda, coja y fea. Uno se siente inclinado a entender y ponerse de parte de la madre de Einstein, por más arribista que fuera, cuando se negó a darle el visto bueno a la niña. Aceptémoslo: ni la más tolerante y permisiva de las madres habría querido aceptar ESO para su hijo.

La clave del misterio se encontraba en la correspondencia epistolar que sostenían los jóvenes enamorados. A pesar de ser muy distintos entre sí, estaban unidos por el estudio apasionado de la física. Sin embargo, a diferencia de Mileva, que empleaba su mente con una disciplina rigurosa enfocada exclusivamente a los estudios académicos, Einstein le había otorgado un amplio espacio en la suya a la sensualidad y al romance.

Gustaba de la compañía de las mujeres, disfrutaba de la buena mesa, de la conversación informada y agradable, tocaba el violín con la alegría de un gitano y dejaba caer con gusto su cuerpo cansado en una silla mullida y confortable. Es decir, podía aplicar su poderosa imaginación a cosas aparentemente más normales y alejadas de la física, y ver en ellas lo que nadie más podía ver.

Pero la fascinación que sentía por cosas distintas a la ciencia, como el encanto que irradiaban las mujeres, por ejemplo, no disminuía sino acentuaba su fascinación por la inteligencia pura, y Mileva era una mujer excepcionalmente inteligente que se movía con la misma solvencia suya en el campo de la física, pero con la gracia añadida de una bailarina olímpica deslizándose sobre la pista de hielo y eso, sólo Einstein lo veía.

Lo anterior hacía que en sus cartas de novia se mezclaban libremente las efusiones de amor y los entusiasmos científicos, como nos lo cuenta Walter Isaacson en su magnífica biografía de Albert Einstein. En una carta, Einstein comienza diciéndole que recuerda con añoranza su dulce voz (la voz de Mileva, según testimonios, era delicada y dulce) y luego sin aclaración ni cambio de tono, le comenta: “Cuando leí a Helmut por primera vez no podía creer – sigo sin poder- que estuviera haciéndolo sin que usted estuviera sentada a mi lado” y ella, en la carta de respuesta, con el mismo desenfado con que una adolescente comenta a su novio que acaba de comer pizza, le dice: “En la clase de ayer el profesor Lenard fue auténticamente genial. Ahora estamos hablando de la teoría cinética del calor y de los gases. Así, resulta que las moléculas de oxígeno se desplazan a una velocidad de más de cuatrocientos metros por segundo, luego el buen profesor calculó…. Y finalmente resultaba que, a pesar de que las moléculas se desplazaban a esa velocidad recorren una distancia de sólo una centésima del grosor de un cabello” y el novio en la siguiente carta, como quien comenta despreocupadamente el clima le dice: “Estoy cada vez más convencido que la electrodinámica de los cuerpos en movimiento tal como hoy se presenta no corresponde a la realidad, y que será posible presentarla de una manera más simple. La introducción al concepto “éter” en la teoría de la electricidad ha llevado a la concepción de un medio cuyo movimiento puede descubrirse sin que, a mi entender, se le pueda atribuir significado alguno”, y así en todas las cartas. Si algún entrometido grosero, llevado por una curiosidad malsana, hubiera accedido a las cartas para enterarse de secretos íntimos o revelaciones picantes, se habría llevado una enorme decepción. Para ellos, cada frase hermética y repelente, inaccesible al entendimiento común, era un lenguaje de amor. Hemos de imaginar, es lícito hacerlo, que después de leerlas, besando el sobre con su nombre escrito, Mileva Maríc, las depositara junto a las otras en el cofre junto al cachumbo de Einstein, conmovida hasta las lágrimas por palabras tan hermosas que inundaban de música su mente y su corazón.

En conclusión, la razón por la que Einstein se enamoró del “moscorrofio”, como despectivamente la llamaba su madre, es muy sencilla: Mileva lo entendía. Y algo mejor aún: él la entendía a ella. Y en una época moldeada por un machismo sonámbulo de piel gruesa, donde el hombre y la mujer, en la práctica, se consideraban especies totalmente diferentes, y donde se aceptaba como un hecho natural que una estuviera totalmente subordinada a la otra, que Einstein y Mileva se entendieran en un mismo plano de igualdad perfecta, era un milagro; y un milagro más sorprendente aún, si se tiene en cuenta que ocurría en un terreno ultra machista y misógino carburante, como lo era el de la ciencia en ese momento. Así, era apenas comprensible que nadie lo entendiera. Compañeros y familiares, por pura incapacidad cognitiva y sensorial, estaban excluidos de ese círculo mágico. Einstein era el único hombre que se había acercado, con respeto y delicadeza, a esa niña solitaria que se refugiaba en el rincón de la clase. Después del primer diálogo, comenzó a percibir el fascinante paisaje mental que se ocultaba tras el rostro triste de la niña, y se enamoró de ella. Y, a medida que las conversaciones se hacían más largas y fluidas, fueron construyendo un mundo propio, amplio y flexible, donde los átomos y las moléculas se movían y se entrelazaban a su gusto, donde el tiempo se encogía y el espacio se curvaba, hasta el punto que una tarde y por broma después del amor, Einstein le dijo al oído: ¿No sientes, Mileva, que estamos flotando en una atmósfera de relatividad danzante? Y ella, de inmediato y sonriendo le cuchicheo al oído: “E = mc al cuadrado”. ¿Cómo? Dijo Einstein, y ella le aclaró: “que la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz, amor mío. Y por favor, déjame dormir”.
 

MI TIO Y EL MONTE EVEREST

Primo Rojas   07 de abril de 2021

Mi tío amó el monte Everest en su juventud y de hecho pasó allí mucho tiempo. Más del conveniente, dirían las mujeres de la familia. Obviamente, para las mujeres de entonces el monte Everest no tenía el atractivo misterio que sí tenía para muchos hombres de aquella época. Para mi tío, el monte Everest se convirtió en una pasión devoradora que casi arruinó su vida. Y es que en la familia hubo un tiempo en que hablar de mi tío era hablar de sus continuas excursiones allí. Parece que esas excursiones eran muy costosas, injustificables e improductivas, según la mayoría de la familia, que era gente corriente sin el más mínimo espíritu de aventura, o cuyo espíritu de aventura no iba mas allá de enviar a sus hijos a estudiar el extranjero, como me enviaron hace muchos años a Londres, quizás para no contraer el espíritu de aventura de mi tío, y donde siempre me quedé. Así, una aventura material y espiritual como la del Everest no cabía en un campamento humano tan estrecho y tan apegado a las convenciones rutinarias del día a día.



El monte Everest era un cafetín en el centro de Bogotá, con música de tango, aires de arrabal, mujeres divinas que no sabían leer ni escribir, y ejercían su oficio de hetairas sin nobleza y sin alma, pero con la alegría suficiente como para hacerles creer a los hombres, después de beber tres botellas de aguardiente en su compañía, que ellas, como los sherpas de Nepal, aunque con menos esfuerzo, podían transportarlos de una manera feliz y misteriosa a la cálida cima de este mundo.

EL PRIMER BESO

Primo Rojas   10 de junio de 2021

La mayor parte de las personas tiene un recuerdo preciso del primer beso, mientras que el primer amor, es un recuerdo atmosférico. A veces coinciden, pero no necesariamente. Un primer beso puede ser accidental y fugaz, mientras el primer beso de amor compromete al mundo entero. Hablemos sólo del primer beso.

Mi primer beso tuvo origen en el velorio de una dama muy anciana en el pueblo de mi abuela. Yo tenía doce años y acompañaba a una de mis tías en el ritual fúnebre, sentado a su lado, juicioso y quieto, mientras las mujeres rezaban sentadas alrededor del ataúd las oraciones dispuestas para tal evento. De repente, una niña, quizás de nueve años y bisnieta de la dama que dormía en el féretro, se me acercó y sin ningún preámbulo me preguntó: ¿Quiere conocer el jardín? Yo mire a mi tía y ella me dijo, “VAYA”. La niña me tomó de la mano y me condujo a lo largo de un corredor, luego una escalera que bajaba (el salón del velorio quedaba en un segundo piso), atravesamos a continuación un patio con fuente hasta llegar a un jardín enorme en el patio posterior de la gigantesca casona colonial, donde casi no se veía nada en esa noche sin luna, aunque se percibía el intenso aroma de las flores. Nos detuvimos al borde y entonces ella comenzó, señalando con el dedo a la oscuridad y moviéndolo a medida que iba diciendo: Esas son las rosas cecilias, esas las clavellinas, esas las magnolias, esos los pensamientos, pero yo no veía nada. Me volteé hacia ella para preguntarle de qué me estaba hablando y entonces lo sentí. Fue terrorífico y luminoso a la vez. Ella colocó sus labios sobre los míos, y luego salió corriendo, dejándome solo frente al jardín invisible, con ese breve contacto que no he podido ni quiero olvidar, todavía esperando a que se regrese para que me de una explicación, o al menos un segundo beso, mientras sigo respirando el aroma de las flores, que inundan de emoción mi pecho.

SANA ESCRITURA

Primo Rojas   04 de mayo de 2021

Mi padre nunca tuvo un editor, no fue conocido por los editores, no buscó nunca un editor, porque mi padre no es escritor y por lo tanto no necesitaba de los editores ni los editores necesitaban de él. No era un escritor en el sentido convencional y ciertamente hermoso que se le da al término, y que, en su mejor momento, sitúa al escritor en el centro mismo del misterio. No. Mi padre trabajaba en un juzgado municipal, un empleado mal pago, que llenaba decenas y decenas de hojas de papel oficio, con una escritura que tenía más de rapidez que de convicción, y muchísimo menos de inspiración, y que, estoy seguro, nunca irían a llamar la atención de un editor ambicioso, que buscara con ojo sagaz nuevos talentos para promocionarlos en la feria del libro de Frankfurt, con miras a iniciar un nuevo boom de la literatura latinoamericana.

Porque ¿qué de interesante puede tener un libro que podría llamarse “DOCUMENTOS GRISES ESCRITOS POR UN HOMBRE GRIS SOBRE GENTE GRIS Y SUS GRISES Y MEZQUINOS Y DESPRECIABLES PROBLEMAS JUDICIALES? Por supuesto, con la firma de mi padre, y yo como único heredero de sus derechos de autor.

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