un misterio entender por qué Einstein se había enamorado de esa extraña muchachita.
¿Inteligentísima? Sí, se acepta. Pero era antipática, tuberculosa, depresiva, mal vestida, de mala familia, bizca, muda, coja y fea. Uno se siente inclinado a entender y ponerse de parte de la madre de Einstein, por más arribista que fuera, cuando se negó a darle el visto bueno a la niña. Aceptémoslo: ni la más tolerante y permisiva de las madres habría querido aceptar ESO para su hijo.
La clave del misterio se encontraba en la correspondencia epistolar que sostenían los jóvenes enamorados. A pesar de ser muy distintos entre sí, estaban unidos por el estudio apasionado de la física. Sin embargo, a diferencia de Mileva, que empleaba su mente con una disciplina rigurosa enfocada exclusivamente a los estudios académicos, Einstein le había otorgado un amplio espacio en la suya a la sensualidad y al romance.
Gustaba de la compañía de las mujeres, disfrutaba de la buena mesa, de la conversación informada y agradable, tocaba el violín con la alegría de un gitano y dejaba caer con gusto su cuerpo cansado en una silla mullida y confortable. Es decir, podía aplicar su poderosa imaginación a cosas aparentemente más normales y alejadas de la física, y ver en ellas lo que nadie más podía ver.
Pero la fascinación que sentía por cosas distintas a la ciencia, como el encanto que irradiaban las mujeres, por ejemplo, no disminuía sino acentuaba su fascinación por la inteligencia pura, y Mileva era una mujer excepcionalmente inteligente que se movía con la misma solvencia suya en el campo de la física, pero con la gracia añadida de una bailarina olímpica deslizándose sobre la pista de hielo y eso, sólo Einstein lo veía.Lo anterior hacía que en sus cartas de novia se mezclaban libremente las efusiones de amor y los entusiasmos científicos, como nos lo cuenta Walter Isaacson en su magnífica biografía de Albert Einstein. En una carta, Einstein comienza diciéndole que recuerda con añoranza su dulce voz (la voz de Mileva, según testimonios, era delicada y dulce) y luego sin aclaración ni cambio de tono, le comenta: “Cuando leí a Helmut por primera vez no podía creer – sigo sin poder- que estuviera haciéndolo sin que usted estuviera sentada a mi lado” y ella, en la carta de respuesta, con el mismo desenfado con que una adolescente comenta a su novio que acaba de comer pizza, le dice: “En la clase de ayer el profesor Lenard fue auténticamente genial. Ahora estamos hablando de la teoría cinética del calor y de los gases. Así, resulta que las moléculas de oxígeno se desplazan a una velocidad de más de cuatrocientos metros por segundo, luego el buen profesor calculó…. Y finalmente resultaba que, a pesar de que las moléculas se desplazaban a esa velocidad recorren una distancia de sólo una centésima del grosor de un cabello” y el novio en la siguiente carta, como quien comenta despreocupadamente el clima le dice: “Estoy cada vez más convencido que la electrodinámica de los cuerpos en movimiento tal como hoy se presenta no corresponde a la realidad, y que será posible presentarla de una manera más simple. La introducción al concepto “éter” en la teoría de la electricidad ha llevado a la concepción de un medio cuyo movimiento puede descubrirse sin que, a mi entender, se le pueda atribuir significado alguno”, y así en todas las cartas. Si algún entrometido grosero, llevado por una curiosidad malsana, hubiera accedido a las cartas para enterarse de secretos íntimos o revelaciones picantes, se habría llevado una enorme decepción. Para ellos, cada frase hermética y repelente, inaccesible al entendimiento común, era un lenguaje de amor. Hemos de imaginar, es lícito hacerlo, que después de leerlas, besando el sobre con su nombre escrito, Mileva Maríc, las depositara junto a las otras en el cofre junto al cachumbo de Einstein, conmovida hasta las lágrimas por palabras tan hermosas que inundaban de música su mente y su corazón.En conclusión, la razón por la que Einstein se enamoró del “moscorrofio”, como despectivamente la llamaba su madre, es muy sencilla: Mileva lo entendía. Y algo mejor aún: él la entendía a ella. Y en una época moldeada por un machismo sonámbulo de piel gruesa, donde el hombre y la mujer, en la práctica, se consideraban especies totalmente diferentes, y donde se aceptaba como un hecho natural que una estuviera totalmente subordinada a la otra, que Einstein y Mileva se entendieran en un mismo plano de igualdad perfecta, era un milagro; y un milagro más sorprendente aún, si se tiene en cuenta que ocurría en un terreno ultra machista y misógino carburante, como lo era el de la ciencia en ese momento. Así, era apenas comprensible que nadie lo entendiera. Compañeros y familiares, por pura incapacidad cognitiva y sensorial, estaban excluidos de ese círculo mágico. Einstein era el único hombre que se había acercado, con respeto y delicadeza, a esa niña solitaria que se refugiaba en el rincón de la clase. Después del primer diálogo, comenzó a percibir el fascinante paisaje mental que se ocultaba tras el rostro triste de la niña, y se enamoró de ella. Y, a medida que las conversaciones se hacían más largas y fluidas, fueron construyendo un mundo propio, amplio y flexible, donde los átomos y las moléculas se movían y se entrelazaban a su gusto, donde el tiempo se encogía y el espacio se curvaba, hasta el punto que una tarde y por broma después del amor, Einstein le dijo al oído: ¿No sientes, Mileva, que estamos flotando en una atmósfera de relatividad danzante? Y ella, de inmediato y sonriendo le cuchicheo al oído: “E = mc al cuadrado”. ¿Cómo? Dijo Einstein, y ella le aclaró: “que la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz, amor mío. Y por favor, déjame dormir”.